Personalmente me encuentro de
acuerdo con quien reconoce dentro del cristianismo (católico o no) dos grandes
tendencias: una profética y libertadora que sintoniza con el movimiento de
Jesús como movimiento al servicio de los sectores más marginados y excluidos de
su tiempo, y otra tendencia que ha convertido el cristianismo en sistema, e
inevitablemente en estructura. La existencia de una estructura conlleva
invertir energía e inteligencia para la subsistencia, la defensa y el
desarrollo de la misma. De esta manera la estructura pierde su verdadero
sentido y en lugar de vivir en función de su original misión empieza a vivir
por y para sí misma. Al principio la estructura viene vista y vivida como un
medio, pero con el pasar del tiempo se vuelve una finalidad. Otro límite de la Iglesia
como estructura lo veo en el hecho que se encuentra obligada a entrar en
relación con las otras estructuras existentes (por ejemplo la política y la
económica) acogiendo el mismo lenguaje (sino no se comprenderían) e igualándose
en las formas estructurales (sino no se reconocerían y no podrían entrar en
relación). Es el límite de una Iglesia que aceptó de ser un estado en medio de
otros entrando en relaciones diplomáticas con las estructuras políticas,
económicas y financieras del tiempo. La situación empeora cuando, viviendo
estas relaciones diplomáticas, la Iglesia se pone con la soberbia de quien
piensa ser revestido de una misión y de un poder que le viene desde arriba,
como si Dios hablara solo en ella o a través de ella. La Iglesia, encerrada en
una estructura inevitablemente pierde la fuerza de la palabra profética que
nace del proyecto de Dios de estar con los más marginados (es todo el movimiento
de Jesús). La Iglesia tendrá que hablar según una lógica de política correcta,
en la cual algunas cosas se pueden decir y otras no por el miedo de deteriorar
las mismas relaciones diplomáticas. La Iglesia en este sentido es capaz de
palabras fuertes, y hasta conflictivas, cuando le toca defender su soberanía
como cualquier otro estado. En el caso de la Iglesia no se habla solo de
soberanía territorial, sino también de soberanía moral (como el hombre tiene
que vivir) y teológica (que el hombre puede pensar y decir de Dios). Me parece
que esta no era la actitud de los profetas que generaron el movimiento de
Jesús, sino era la actitud de los profetas del templo y de los sacerdotes que
hablaban desde el principio estructural del Templo, la estructura que les
aseguraba sus mismas subsistencias.
De otra parte sería anacrónico, y
tal vez imposible, pensar en una Iglesia sin estructura. El mismo Pablo se
movía dentro de una Iglesia que presentaba ya una estructura, también si su
propuesta era de una Iglesia igualitaria, ministerial y laica, signos vivos de
caridad (ágape) y expresión de la fe en Jesucristo. En realidad esta vivencia
ha sido remplazada por una Iglesia jerárquica, autoritaria y sacerdotal. Este
proceso es evidente en el pasaje entre las cartas originales de Pablo y las
deuteropaulinas (como las cartas a Tito y Timoteo), que retoman algunas
enseñanzas del apóstol logrando decir algo totalmente diferente y hasta
contradictorio. Personalmente rechazo el proyecto de destruir toda forma de
estructura. Sería casarse con las ideologías extremistas (de izquierda o de
derecha) que apuntan a una libertad, personal o de mercado, que tiene un
entendimiento equivocado del líbero arbitrio.
A esta altura, lastimosamente, no
podemos considerar la Iglesia o su mensaje sin considerar su estructura. En
este sentido estamos llamados a confrontarnos con la estructura de la Iglesia para
reconocer cuando esta se da en formas exclusivas (excluyente) o inclusivas,
cuando es una Iglesia que vive la opción preferencial por los pobres o cuando
trabaja para los pobres (tal vez) desde un contexto de riqueza y poder. El
cambio de una Iglesia no se puede dar a pesar de la misma o de su estructura,
sino desde el interior.
En este sentido la propuesta que
hago, y que intento personalmente vivir y enseñar, es la de derrumbar barreras
de exclusión. Una experiencia es la que ya pude expresar en el escrito Iglesia
cerrada con la posibilidad de acceso al corazón de la inclusión de Dios, la
comunión, sin poner límite a la libertad de Jesús en su decisión de comunicarse
a todos los hombres, y preferencialmente a los más excluido y marginados (que
en la época de Jesús también eran considerados impuros y pecadores). La
libertad del hombre de hacer camino se decidirá a partir de la comunión de
Dios, y no como punto de llegada. Es Dios que se ofrece al hombre y no el
hombre que merece esta comunión o alianza con él. La aceptación del proyecto de
Dios será la respuesta que el hombre puede dar a la propuesta de Dios. Esta
respuesta se da en el repetir la misma lógica de Dios en la construcción de un
mundo (reino) de paz, de justicia, de igualdad y de misericordia.
Nos han enseñado que la confesión
es condición para recibir la comunión. Reconozco en esta enseñanza y práctica
algunos límites. De esta manera se limita la ofrenda que Jesús hizo de sí mismo
al mundo entero, un límite que considera el pecado más fuerte del amor. Lo
considero una traición a la cruz de Cristo que muriendo por el mundo entero ya
venció y perdonó todo pecado. El velo del Templo con la muerte de Cristo se rasgó
una vez para siempre y para todos. Poner la confesión como condición significa
cocer otra vez este velo encerrando a Dios en un lugar que no es para todos. La
práctica de la confesión antes de la comunión confirma el esquema del puro e
impuro que Jesús borró. Está en la conciencia común que no se puede recibir la
comunión estando impuros o indignos y que solo con la purificación de la
confesión se puede acceder a este sacramento. Esta es la lógica de la
purificación y de los sacrificios que Jesús rechazó.
De otra parte el sacramento de la
confesión y de la comunión son dos sacramentos distintos. En muchas diócesis se
trata de enseñar a los niños que no son uno la consecuencia del otro. Esta
enseñanza será siempre limitada si consideramos la confesión como condición para
acceder a la comunión, en lugar de considerar la primera como consecuencia de
la segunda. La confesión es experiencia de la misericordia de Dios que no puede
ser plena si antes no vivimos esta experiencia por lo que el amor de Dios es:
gratuito y para todos. En este sentido no considero absolutamente la confesión
necesaria para poder recibir la comunión. La confesión será al máximo la
respuesta positiva de la persona que sintiéndose amada querrá confirmar este
amor dejándose tocar en lo más profundo de su ser con la confesión de la propia
vida.
Sabemos, lastimosamente, que a
veces la acusación de los pecados es un arma en mano de una Iglesia
moralizadora que corre el riesgo de controlar la conciencia en lugar de
liberarla. Es una Iglesia que enseña a vivir bajo el sentido de la culpa en
lugar de vivir encontrados por el sentido de la gracia.
Pensando en tantos pobres que se
encuentran en la imposibilidad de vivir algunas leyes de la Iglesia me da
lástima que tienen que sentirse por esto pecadores y esclavos del sentido de
culpa. Permitirle la experiencia libertadora del amor gratuito de Dios abre caminos
de reconciliación con sí mismos y con los demás. Esta liberación cambia una
manera de ser Iglesia. Es una manera para tocar el corazón de la Iglesia como
estructura, haciéndola más fiel al evangelio.
Significa quitarles a los
sacerdotes el poder, o la responsabilidad, de moralizadores de la sociedad,
permitiéndole en cambio de ser, según su verdadera vocación, los que
proporcionan a todos la misericordia gratuita de Dios.
Derrumbar barreras de esta
estructura eclesial encerrada en sí misma significa empezar a vivir prácticas
eclesiales diferentes, y si nos equivocamos… bueno, esto lo dirá Dios, el único
que finalmente puede juzgar.
Emanuele Munafó