lunes, 30 de julio de 2012

Comunión y confesión ¿caminos de inclusión?


Personalmente me encuentro de acuerdo con quien reconoce dentro del cristianismo (católico o no) dos grandes tendencias: una profética y libertadora que sintoniza con el movimiento de Jesús como movimiento al servicio de los sectores más marginados y excluidos de su tiempo, y otra tendencia que ha convertido el cristianismo en sistema, e inevitablemente en estructura. La existencia de una estructura conlleva invertir energía e inteligencia para la subsistencia, la defensa y el desarrollo de la misma. De esta manera la estructura pierde su verdadero sentido y en lugar de vivir en función de su original misión empieza a vivir por y para sí misma. Al principio la estructura viene vista y vivida como un medio, pero con el pasar del tiempo se vuelve una finalidad. Otro límite de la Iglesia como estructura lo veo en el hecho que se encuentra obligada a entrar en relación con las otras estructuras existentes (por ejemplo la política y la económica) acogiendo el mismo lenguaje (sino no se comprenderían) e igualándose en las formas estructurales (sino no se reconocerían y no podrían entrar en relación). Es el límite de una Iglesia que aceptó de ser un estado en medio de otros entrando en relaciones diplomáticas con las estructuras políticas, económicas y financieras del tiempo. La situación empeora cuando, viviendo estas relaciones diplomáticas, la Iglesia se pone con la soberbia de quien piensa ser revestido de una misión y de un poder que le viene desde arriba, como si Dios hablara solo en ella o a través de ella. La Iglesia, encerrada en una estructura inevitablemente pierde la fuerza de la palabra profética que nace del proyecto de Dios de estar con los más marginados (es todo el movimiento de Jesús). La Iglesia tendrá que hablar según una lógica de política correcta, en la cual algunas cosas se pueden decir y otras no por el miedo de deteriorar las mismas relaciones diplomáticas. La Iglesia en este sentido es capaz de palabras fuertes, y hasta conflictivas, cuando le toca defender su soberanía como cualquier otro estado. En el caso de la Iglesia no se habla solo de soberanía territorial, sino también de soberanía moral (como el hombre tiene que vivir) y teológica (que el hombre puede pensar y decir de Dios). Me parece que esta no era la actitud de los profetas que generaron el movimiento de Jesús, sino era la actitud de los profetas del templo y de los sacerdotes que hablaban desde el principio estructural del Templo, la estructura que les aseguraba sus mismas subsistencias.
De otra parte sería anacrónico, y tal vez imposible, pensar en una Iglesia sin estructura. El mismo Pablo se movía dentro de una Iglesia que presentaba ya una estructura, también si su propuesta era de una Iglesia igualitaria, ministerial y laica, signos vivos de caridad (ágape) y expresión de la fe en Jesucristo. En realidad esta vivencia ha sido remplazada por una Iglesia jerárquica, autoritaria y sacerdotal. Este proceso es evidente en el pasaje entre las cartas originales de Pablo y las deuteropaulinas (como las cartas a Tito y Timoteo), que retoman algunas enseñanzas del apóstol logrando decir algo totalmente diferente y hasta contradictorio. Personalmente rechazo el proyecto de destruir toda forma de estructura. Sería casarse con las ideologías extremistas (de izquierda o de derecha) que apuntan a una libertad, personal o de mercado, que tiene un entendimiento equivocado del líbero arbitrio.
A esta altura, lastimosamente, no podemos considerar la Iglesia o su mensaje sin considerar su estructura. En este sentido estamos llamados a confrontarnos con la estructura de la Iglesia para reconocer cuando esta se da en formas exclusivas (excluyente) o inclusivas, cuando es una Iglesia que vive la opción preferencial por los pobres o cuando trabaja para los pobres (tal vez) desde un contexto de riqueza y poder. El cambio de una Iglesia no se puede dar a pesar de la misma o de su estructura, sino desde el interior.
En este sentido la propuesta que hago, y que intento personalmente vivir y enseñar, es la de derrumbar barreras de exclusión. Una experiencia es la que ya pude expresar en el escrito Iglesia cerrada con la posibilidad de acceso al corazón de la inclusión de Dios, la comunión, sin poner límite a la libertad de Jesús en su decisión de comunicarse a todos los hombres, y preferencialmente a los más excluido y marginados (que en la época de Jesús también eran considerados impuros y pecadores). La libertad del hombre de hacer camino se decidirá a partir de la comunión de Dios, y no como punto de llegada. Es Dios que se ofrece al hombre y no el hombre que merece esta comunión o alianza con él. La aceptación del proyecto de Dios será la respuesta que el hombre puede dar a la propuesta de Dios. Esta respuesta se da en el repetir la misma lógica de Dios en la construcción de un mundo (reino) de paz, de justicia, de igualdad y de misericordia.

Nos han enseñado que la confesión es condición para recibir la comunión. Reconozco en esta enseñanza y práctica algunos límites. De esta manera se limita la ofrenda que Jesús hizo de sí mismo al mundo entero, un límite que considera el pecado más fuerte del amor. Lo considero una traición a la cruz de Cristo que muriendo por el mundo entero ya venció y perdonó todo pecado. El velo del Templo con la muerte de Cristo se rasgó una vez para siempre y para todos. Poner la confesión como condición significa cocer otra vez este velo encerrando a Dios en un lugar que no es para todos. La práctica de la confesión antes de la comunión confirma el esquema del puro e impuro que Jesús borró. Está en la conciencia común que no se puede recibir la comunión estando impuros o indignos y que solo con la purificación de la confesión se puede acceder a este sacramento. Esta es la lógica de la purificación y de los sacrificios que Jesús rechazó.
De otra parte el sacramento de la confesión y de la comunión son dos sacramentos distintos. En muchas diócesis se trata de enseñar a los niños que no son uno la consecuencia del otro. Esta enseñanza será siempre limitada si consideramos la confesión como condición para acceder a la comunión, en lugar de considerar la primera como consecuencia de la segunda. La confesión es experiencia de la misericordia de Dios que no puede ser plena si antes no vivimos esta experiencia por lo que el amor de Dios es: gratuito y para todos. En este sentido no considero absolutamente la confesión necesaria para poder recibir la comunión. La confesión será al máximo la respuesta positiva de la persona que sintiéndose amada querrá confirmar este amor dejándose tocar en lo más profundo de su ser con la confesión de la propia vida.
Sabemos, lastimosamente, que a veces la acusación de los pecados es un arma en mano de una Iglesia moralizadora que corre el riesgo de controlar la conciencia en lugar de liberarla. Es una Iglesia que enseña a vivir bajo el sentido de la culpa en lugar de vivir encontrados por el sentido de la gracia.
Pensando en tantos pobres que se encuentran en la imposibilidad de vivir algunas leyes de la Iglesia me da lástima que tienen que sentirse por esto pecadores y esclavos del sentido de culpa. Permitirle la experiencia libertadora del amor gratuito de Dios abre caminos de reconciliación con sí mismos y con los demás. Esta liberación cambia una manera de ser Iglesia. Es una manera para tocar el corazón de la Iglesia como estructura, haciéndola más fiel al evangelio.
Significa quitarles a los sacerdotes el poder, o la responsabilidad, de moralizadores de la sociedad, permitiéndole en cambio de ser, según su verdadera vocación, los que proporcionan a todos la misericordia gratuita de Dios.

Derrumbar barreras de esta estructura eclesial encerrada en sí misma significa empezar a vivir prácticas eclesiales diferentes, y si nos equivocamos… bueno, esto lo dirá Dios, el único que finalmente puede juzgar.


Emanuele Munafó

lunes, 16 de julio de 2012

Iglesia hecha de oro y plata


Sus ídolos no son más que oro y plata, una obra de la mano del hombre. Tienen una boca pero no hablan, ojos, pero no ven, orejas, pero no oyen, nariz, pero no huelen. Tienen manos, mas no palpan, pies, pero no andan, ni un susurro sale de su garganta.
Salmo 115, 4-5

Tal vez para algunos puede parecer demasiado fuerte o irrespetuoso paragonar nuestra Iglesia Católica de hoy a uno de estos ídolos hechos de oro y plata. Son ídolos que teniendo boca no pueden hablar, ojos no pueden ver, orejas no pueden escuchar.
En cambio es insistente la sensación que esta Iglesia desde tiempo viene repitiendo lo de siempre, sin tener la capacidad de palabras nuevas y prometedoras, una Iglesia incapaz de escuchar y de reconocer la realidad que tiene adelante. Para mí, últimamente y a menudo, es muy fuerte la adoración idolátrica que la Iglesia tiene hacia sí misma, sin recordarse que ella también es “una obra de mano de hombres”, y entonces que puede pasar que cierre su boca y que tape sus ojos y oídos. Una Iglesia que se considera posesora de la única verdad, creyendo además de tener la tarea de defenderla, asume la actitud de un ídolo de oro y plata, obra de la mano del hombre que no habla, no escucha y no ve si no así misma. Sabemos bien que la verdad no se posee, a lo mejor se busca o se sirve. Esto conlleva escucha, dialogo y discernimiento, espacios para compartir los caminos y para reconocer las diferencias. Este proceso necesita de boca para dialogar, de oídos para acoger, de ojos para reconocer y amar. Una Iglesia que piensa de hablar desde la perspectiva de la única verdad no necesita relaciones para dar pasos nuevos, sino solo personas que escuchen las palabras de siempre y aprendan a obedecer y cumplir.
Por eso me pregunto ¿Por qué a veces actuamos como dueños de la verdad?
Tengo la sensación de estar delante de una Iglesia que no tiene nada más que decirnos, que no sabe escucharnos y que no cambia su mirada superba y juzgadora en una humilde y acogedora.

Tiene boca pero no habla
Últimamente no es raro encontrarse con una Iglesia con la boca cerrada que perdió su capacidad de hablar al mundo de hoy, que se limita a repetir las palabras de siempre. Una Iglesia que simplemente confirma sus verdades sin buscar en la Palabra luces de caminos nuevos. Es una Iglesia que exalta la importancia de la Palabra de Dios y que al mismo tiempo se fastidia cuando la Palabra misma la cuestiona. Esta Iglesia utiliza su palabra para tapar la boca de quien habla de derechos humanos o de ecología, de quien se esfuerza de desarrollar reflexiones como las de la teología de la liberación o feminista. Es una Iglesia que prefiere hablar de sacramentos y no de problemas sociales o políticos como el narcotráfico, la corrupción, la discriminación de género o hacia quien expresa una opción sexual diferente de la heterosexual. Esta Iglesia reduce su predicación a un simple discurso moral, y por la mayoría de moral sexual.
La palabra de Jesús da esperanza y muestra luces, en cambio su palabra no abre caminos, sino encierra a todos en un único camino posible, que es lo que solo ella ve.

Tiene ojos pero no ve
Es una Iglesia que no se da cuenta que la realidad que tiene adelante ha cambiado. Extraña los tiempos en los cuales “todos” eran católicos, y habla como si todavía todos lo fuesen, eran los tiempos en los cuales su palabra era considerada palabra divina. Es una Iglesia que tiene una mirada de desprecio hacia el mundo considerándolo malo, equivocado o pecador1. Es una mirada soberbia y muy superficial de quien piensa de tener el derecho de juzgar realidades que la mayoría de las veces tampoco vive. Es una Iglesia que se hace maestra del mundo habiendo renunciado de hacerse simplemente compañera de viaje del hombre viviendo ella también en este mundo. Es una Iglesia que se mira a si misma considerándose como un mundo aparte dentro de este mundo, un estado dentro de los estados, y que vive por encima de estos.
Sus ojos no están para acoger y amar a la realidad diferente de sí misma, no tiene siempre la capacidad de reconocer los tiempos nuevos que estamos viviendo con sus cambios y profecías.
Es una Iglesia que teniendo ojos no logra a mirar y reconocer a la realidad que tiene adelante porque ya tiene un juicio, o prejuicio, de condena o negativo. Mira a la realidad de arriba hacia abajo y al pobre con conmiseración y no misericordia. El pobre es visto objeto de caridad y no oportunidad de conversión para la Iglesia misma.
La mirada de Jesús se posaba sobre el hombre para amarlo y acogerlo, en cambio esta es  una Iglesia que vive la opción preferencial para los pobres y no por los pobres, porqué su grito hace rato no lo escucha.

Tiene oídos pero no oye
Es una iglesia que teniendo oídos hay cosas que no puede escuchar. No puede escuchar lo que la incomoda o que no la confirma en lo que ya es. No puede escuchar a quien cuestiona su teología, sus leyes, su moral, doctrina o magisterio. No puede escuchar estas críticas a pesar de que lleguen desde la vida del mismo pueblo que debería servir. El grito del pueblo lo percibe como fastidioso o ignorante, en el sentido de que no tiene nunca la preparación o la inteligencia para poderse expresar correctamente. Es el grito de los excluidos que se encuentran en esta situación porque no pueden pasar por las puertas estrechas de las leyes que anuncian exigencias olvidando la misericordia. Sus mismas vidas son una crítica a estas leyes que la Iglesia decide de no cuestionar, porque se reconoce más en sus leyes que en la práctica de la misericordia.
Dios escuchaba el grito de su pueblo para darle una respuesta, también cuando este grito cuestionaba el mismo Dios. Esta Iglesia en cambio vive en una constante apología de sí misma y de su práctica.

Más allá de la idolatría
Personalmente no considero demasiado atrevido comparar nuestra Iglesia con los ídolos del salmo donde oro y plata alumbran y ofuscan, atraen y confunden. Es esta la imagen de Iglesia que últimamente encontramos. Una Iglesia estática como un pantano y no prometedora como el movimiento dinámico de un río. En esta Iglesia parece que cada práctica o palabra, que crea un poco de movimiento inesperado, moleste el sueño del pantano. En esta Iglesia-pantano, enamorada de sí misma, parece que la tradición se considera como repetición y no como entrega de sí misma a la libertad del hombre de hoy. Es una Iglesia que desconfía de la libertad del hombre de hoy porque no reconoce su madurez y su camino. Es una Iglesia que no escucha lo que se dice o que se grita, sino simplemente se fija en la modalidad de expresarse. Es una Iglesia acostumbrada a que las cosas no se deben cambiar sino confirmar. Es la misma dinámica de fe que esta Iglesia nos invita a vivir: una fe de la obediencia y de la sumisión que no quiere dar pasos o abrir a caminos nuevos. Es una Iglesia vieja como un pantano donde todo tiene que quedarse igual a sí mismo, en la cual también las novedades son válidas si ya vividas en la antigua tradición.
No me sorprende todo esto pero sí me indigna como repetimos la dinámica de una Iglesia asustada de la profecía de la cual debería ser testigo, prefiriendo la seguridad de la estructura (sobre todo jerárquica), que la fuerza de relaciones de amor y de misericordia. Es una Iglesia que pone la ley por encima de la misericordia haciendo de la primera requisito para la segunda. El mandamiento del amor de Jesús lo considero válido no como ley entre las leyes, sino como práctica primordial de Dios con la humanidad.  Jesús nos revela no lo que tenemos que vivir, sino lo que él estaba ya viviendo en la práctica. El mandamiento del amor no es síntesis de las leyes antiguas, sino es práctica siempre nueva de poner como principio de todo el amor que también si no es amado logra a perdonar (Dante Aligheri), entonces a amar. Considero esta práctica divina principio de cada camino. Leyes o estructuras que de una forma u otra borran o esconden esta práctica del amor incluyente, creo que pierdan su valor y no tienen que ser respetadas.
No me asusta declarar que en esta Iglesia de plata y oro mantenemos prácticas idolátrica que están haciendo de nuestro Dios un Dios callado con ojos u oídos tapados.

A la Iglesia, y a cada uno de nosotros, le pedimos el mismo coraje de saber hoy escuchar la voz de quien se siente excluido, de no juzgar la forma de gritar, sino de escuchar el contenido del grito.
¿Será nuestra Iglesia todavía capaz de la humildad de quien sirve de despojarse de la soberbia de quien manda?
Esta duda atroz me devora. Con este blog estoy haciendo experiencia del silencio del ídolo que no tiene boca para hablar u oídos para escuchar. Reconozco el miedo en el silencio de quien espera que toda palabra muera de su cansancio y también el miedo de la palabra de quien quiere limitar esta forma de expresarse pensando inoportuno el grito o pidiendo que este se encierre en un hablar intraeclesial.
No hay muchas alternativas delante de un pantano si quieres que retome vida. O lo abandonas a sí mismo, o con la práctica empiezas a abrir caminos rompiendo los bordes que lo limitan para que el agua empiece otra vez a fluir.
Considero buena la práctica de quien según conciencia desobedece a las leyes y a los preceptos que tienen índices de exclusión. Son barreras que se rompen y hacen fluir agua para que esta vuelva a donar vida.

Personalmente comparto algunas reflexiones que para mí ya son tentativos de prácticas concretas:
1.      Todos los que desean hacer experiencia del don gratuito del amor de Dios no pongan límites ni barreras en su camino (hablé de esto en el escrito “Iglesia cerrada ¿La comunión a quién?”. http://emanuelemunafo.blogspot.com/2012/06/iglesia-cerrada-la-eucaristia-quien.html).
2.      Necesitamos reconsiderar la relación entre pecado y gracia, confesión y comunión. Hablaré de esto para rescatar que la primera no es condición para la segunda, más bien que la comunión es oportunidad para la segunda.
3.      Necesitamos reconsiderar el tema de la economía dentro de la Iglesia, demasiado rica y poderosa para estar concretamente de la parte del pobre.

No creo que sea inútil hablar y decir las cosas que se piensan, sino no estaría escribiendo, pero delante de un ídolo de oro y plata, de una Iglesia-pantano, creo sea más útil la palabra que se hace practica, y una práctica que no se esconde en el silencio, sino que se hace nuevamente palabra.


Emanuele Munafó



1 Citando al Padre Hugo De Censis: «¡El mundo es una mierda!» (Catedral de Pucallpa, predicando en una ordenación diaconal el 30 de junio 2012).