Hemos reconocido que hay límites
en la estructura jerárquica de nuestra Iglesia. Son límites que van más allá de
la calidad humana de las personas que la componen. No consideramos la jerarquía
limitada en cuanto a personas, sino en cuanto sistema y estructura. La
estructura jerarquía que tenemos adelante, que se basa sobre la certidumbre de
una verdad poseída y de un poder que viene desde arriba, creo no le permite
vivir su relación con el prójimo como un verdadero servicio entre hermanos en
una dimensión de inclusión e igualdad. Jesús indicó en manera clara la forma
del liderazgo que tendríamos que expresar:
“Él que quiera ser el más
importante entre ustedes, debe hacerse el servidor de todos, y el que quiera
ser el primero, se hará esclavo de todos. Sepan que el Hijo del Hombre no ha
venido para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate por una
muchedumbre.” (cfr. Mc 10, 43-44)
“Ustedes me llaman Maestro y
Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo el Señor y el Maestro,
les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Yo
les he dado ejemplo, y ustedes deben hacer como he hecho yo.” (Jn 13, 13-15)
Un cambio en el liderazgo que
haga bajar del trono del mando para asumir la posición del esclavo que lava los
pies, va más allá de la conversión personal, sino nos obliga reconsiderar la
misma estructura jerárquica. Son muchos los elementos que tendríamos que tomar
en consideración, pero a mí en este momento me interesa uno en particular, tal
vez porque es radical y substancial.
¿Cómo era y qué expresaba el
liderazgo de las primeras comunidades?
Hay una descripción clara de
estas comunidades desde sus orígenes:
“Ya no hay diferencia entre judío
y griego, entre esclavo y hombre libre; no se hace diferencia entre hombre y
mujer, pues todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús.” (Gal 3, 28).
La comunidad descrita por Pablo
no es solo un ideal a realizarse, sino una realidad desde donde empezar un
camino de comunidad y de Iglesia. La inclusión e igualdad no puede ser el punto
de llegada de una camino, sino seguiría llevando en si misma todos los limites
que hasta la fecha no le permite expresar lo que debería ser. La inclusión e
igualdad tiene que ser estructural desde su punto de partida. Tiene que tener
en si misma ya desde el principio todas las características necesarias para
hacer de nuestras comunidades y de su liderazgo la evidencia de “ser uno solo
en Cristo Jesús”.
En la expresión de Pablo
reconocemos tres círculos concéntricos que podríamos definir cultural (judío y griego), social (esclavo y
libre) y existencial (hombre y mujer). Generalmente como Iglesia hemos tratado
de llegar al punto central partiendo del más periférico, buscando diálogos con
lo que es diferente de nuestra cultura, en un segundo momento tratando de
trabajar por un mundo socialmente más justo, pero sin llegar nunca al punto
central, la diferencia discriminatoria que nos llevamos adentro en la manera de
considerarnos hombre y la mujeres.
Estoy convencido que el punto de
partida tiene que ser el abatimiento de esta barrera discriminatoria de la
diferencia entre hombre y mujer justamente en el liderazgo jerárquico. Realizar
desde el cirulo central la igualdad entre hombres y mujeres sería abatir la
barrera más profunda y menos evangélica que nos llevamos adentro.
Somos hijos de una cultura
eclesiástica que por siglos predicó sobre la presencia de los discípulos
dejando de lado la presencia fundamental de las discípulas de Jesús (cfr. Lc 8,
1-3). Siempre hemos escuchado hablar de los apóstoles (en griego: enviar)
olvidándonos de las muchísimas mujeres enviadas a anunciar la Buena Nueva hasta
ser las primera anunciadoras de la resurrección de Cristo, a pesar de la
desconfianza del grupo de los hombres (cfr. todos los evangelios de
resurrección). No hemos predicado lo suficiente sobre el papel de las mujeres
como testigos y anunciadoras de la Buena nueva (Hch 13, 31 o en general el
evangelio de Juan con el papel desarrollado por las mujeres). Hemos escuchado
predicar de pentecostés como del relato de la efusión del Espíritu Santo sobre
María y los apóstoles, ocultando que todos, discípulos y discípulas estaban
reunidos este día recibiendo todos la efusión del Espíritu y que todos se hicieron
palabra de anuncio en diferentes lenguas (cfr. Hch 1, 14. 2, 1-13). Recordamos también
las comunidades paulinas con todo su liderazgo femenino, tanto en la
predicación cuanto en la responsabilidad de las mismas comunidades (cfr. Carta
a los Corintios).
Hemos perdido esta increíble
riqueza del liderazgo femenino. Pienso en este liderazgo no como la imitación
de las modalidades masculinas o machistas, sino en la forma de inclusión de la
vida de todos. Recuerdo que el hombre antropológicamente puede solo dar la
vida, pero quien la acoge, la hace crecer, nacer y la alimenta es la mujer. Por
ejemplo, creo que el misterio eucarístico en la forma de hacerse alimento para
el prójimo está más cerca a la modalidad de la mujer de alimentar desde su propio
seno que del hombre que trabaja para conseguir el alimento para compartir. La
mujer se comparte desde su propia vida, el hombre comparte desde lo que
consigue con su trabajo.
Creo que un liderazgo desde esta
perspectiva es lo que nos falta en una dimensión verdadera de inclusión e
igualdad en nuestras comunidades.
En manera más clara estoy
declarando que a pesar de todo el camino teológico y tradicional que, me parece
a veces en manera muy frágil e inconsistente, justifica un sacerdocio solo
masculino, tendríamos que cambiar rápidamente este rumbo y abrir a un
sacerdocio femenino y a un liderazgo de las mismas a todos los niveles. Solo
ganaríamos en caminos de calidad, dignidad, inclusión e igualdad. Claramente
considero que nos encontramos en una situación bastante atrasada en este
sentido, si consideramos que el mismo Papa por muchísimos siglos es solo fruto
de una cultura blanca, masculina y eurocéntrica.
Si no abatimos esta diferencia
entre hombre y mujeres desde su liderazgo, abriendo al sacerdocio femenino, nos
llevaremos siempre adentro el límite de una diferencia que hace de nuestra
misma Iglesia una estructura en si misma de exclusión.
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