jueves, 14 de junio de 2012

No es ésta le Iglesia que conocí


Conocí a la Iglesia del Cardenal Carlo María Martini  con su presencia profética e humilde.
Me apasioné de la Iglesia comprometida de don Puglisi, matado por la mafia.
Me enamoré de la Iglesia de dom Helder, valiente, cercana y comprometida.
Me comprometí por la Iglesia de la opción preferencial por los pobres.
Soñé con la Iglesia formada por las comunidades de base, laica e inclusiva.
Creí en la Iglesia que se hace guiar por las luces de la Palabra, reflexionada y compartida.

Es evidente que la Iglesia ha cambiado desorientando muchos de nosotros. Después del entusiasmo que provocó el Concilio Vaticano II en el mundo o Medellin y Puebla en América Latina, poco a poco este entusiasmo se ha ido apagando. Después de las apreturas que la Iglesia estaba viviendo para reconocerse realidad dentro del mundo y fuertemente en contacto con este, en estos últimos años hemos regresado a un lenguaje que quiere devolver a la Iglesia un papel que la pone por encima el mundo y de los hombres mismos, como si la Iglesia no fuera constituida de hombres. Estamos obligados a escuchar por este Papa que no hemos entendido el Vaticano II, que lo hemos interpretado mal. Como si no supiéramos leer los documentos, como si no tuviéramos capacidad de leer la historia. Después de años de reflexiones, de escuchas, de rumbos decididos en asambleas, de caminos compartidos nos dicen que no hemos entendido bien.
Estas relecturas me avergüenzan y me indignan.
Teníamos obispos que sabían caminar con el pueblo teniendo en una mano la Palabra de Dios y en la otra la mano frágil de los tantos oprimidos de la historia. No se puede olvidar el ejemplo profético de obispos como Helder Cámara o de la capacidad de encuentro y escucha de Carlo María Martini. Claramente dos obispos muy diferente entre ellos, pero que nos han regalado con su servicio un rostro de Iglesia de caminos compartidos y comprometidos con los más pobres y de acogidas humilde y sinceras de todas las diversidades.
Ahora estamos conociendo obispos que no pierden oportunidad para remarcar su autoridad reafirmándose como sucesores de los apóstoles, olvidándoles que esto, si así fuera, no es un privilegio, sino una responsabilidad de servicio. No es un lugar de mando, sino una actitud que tendría que llevarlos a arrodillarse delante de los hombres para lavarles los pies.
Conocemos obispos que han olvidado su Biblia sobre el escritorio de su oficina, porque estaría mal que falte en su biblioteca, pero que caminan teniendo en mano los documentos de la Iglesia, las encíclicas, las cartas del Papa o, peor el Derecho Canónico. No hay profecía en sus palabras, sino solo corrección de todo lo que piensan que no va bien. No estiman o aman su gente, sino la critican siempre. No reconocen la fe del pueblo, sino no la consideran nunca a la altura. No predican la Palabra de Dios, sino la moral o los deberes. No anuncian el amor de Dios, sino acusan el pecado del mundo.
¿A dónde pensamos llegar con estos líderes con los cuales estamos caminando ahora?
Quien trabaja dentro de la Iglesia, laico o sacerdote que sea, sabe bien cuantas cosas se tiene que tragar o callar delante de la afirmación: “Yo soy el obispo e yo decido como se tienen que hacer las cosas”. Quien intentó decir algo que no coincide con la decisión de la autoridad sabe cuantas veces de una forma u otra se nos ha pedido de callar, de no crear problemas, de no hacer cosas que no eran convenientes (¿convenientes a quien?). En realidad esto no pasa solo con los obispos, pero tantas veces también con los sacerdotes hacia los laicos. Suficiente ver cuanto verdaderamente valen los Consejos Pastorales dentro de nuestras parroquias, o cuantos laicos tienen responsabilidades reales dentro de nuestras instituciones eclesiales.
Me pregunto si como Iglesia nacemos desde un anuncio de resurrección que nos dice que la vida es más fuerte de la muerte o sobre un principio de autoridad de quien piensa de tener la verdad en sus manos y que pide a los demás de agachar la cabeza, de arrodillarse y de aceptar la fe y todo lo que conlleva con sumisión.
Quien trabaja dentro de la Iglesia sabe bien que la palabra de un laico no tiene el mismo valor de lo que puede decir un sacerdote. Sabemos bien que también si decimos que todos somos iguales, el pensamiento de la mujer tiene un valor aun más limitado. No creo decir nada nuevo si digo que hay en nuestra iglesia todavía una cierta sospecha hacia la mujer. En este sentido nuestra iglesia hermana protestante, en sus diferentes expresiones, es mucho más adelante de nosotros.

No puedo terminar de esperar y soñar con una Iglesia que sepa construir caminos de inclusión verdadera.
Sueño con una Iglesia que no haga diferencia de género, que permita y abra a un liderazgo femenino ordenado.
Sueño con una Iglesia que no haga diferencia entre puros o impuros, sino que gratuitamente de lo que gratuitamente Jesús dio.
Sueño con una Iglesia que no siga hablando del pecado acusándolo, sino que hable del amor revelándolo y viviéndolo.
Sueño con una Iglesia que no siga diciendo que somos pecadores, sino que somos pecadores ya perdonados y amados.
Sueño con una Iglesia donde los más marginalizados no ocupen los últimos asientos y que no los encontremos en cola a pedir la caridad, sino que sean protagonistas de nuestras realidades eclesiales.
Sueño con una Iglesia que comparte vida y Palabra de Dios, no doctrina y mandamientos.

La que vivimos ahora no es la Iglesia que conocí, y si esperamos que un cambio llegue desde arriba creo que nos estamos equivocando y perdiendo nuestro tiempo. Solo Dios tuvo la fuerza de bajar del cielo, pedirles a nuestras autoridades un gesto de humildad y bajar de sus tronos tal vez es demasiado. Pero si empezamos desde nuestras pequeñas realidades a empezar a vivir relaciones diferentes y nuevas tal vez algo puede pasar. Esto no les gustará a las autoridades que a un cierto punto tenemos que saber escuchar, y a veces hacerle creer que los estamos escuchando.

Emanuele Munafó

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