Conocí a la Iglesia del Cardenal
Carlo María Martini con su presencia
profética e humilde.
Me apasioné de la Iglesia
comprometida de don Puglisi, matado por la mafia.
Me enamoré de la Iglesia de dom
Helder, valiente, cercana y comprometida.
Me comprometí por la Iglesia de
la opción preferencial por los pobres.
Soñé con la Iglesia formada por las
comunidades de base, laica e inclusiva.
Creí en la Iglesia que se hace
guiar por las luces de la Palabra, reflexionada y compartida.
Es evidente que la Iglesia ha
cambiado desorientando muchos de nosotros. Después del entusiasmo que provocó
el Concilio Vaticano II en el mundo o Medellin y Puebla en América Latina, poco
a poco este entusiasmo se ha ido apagando. Después de las apreturas que la
Iglesia estaba viviendo para reconocerse realidad dentro del mundo y
fuertemente en contacto con este, en estos últimos años hemos regresado a un
lenguaje que quiere devolver a la Iglesia un papel que la pone por encima el
mundo y de los hombres mismos, como si la Iglesia no fuera constituida de
hombres. Estamos obligados a escuchar por este Papa que no hemos entendido el
Vaticano II, que lo hemos interpretado mal. Como si no supiéramos leer los
documentos, como si no tuviéramos capacidad de leer la historia. Después de
años de reflexiones, de escuchas, de rumbos decididos en asambleas, de caminos
compartidos nos dicen que no hemos entendido bien.
Estas relecturas me avergüenzan y
me indignan.
Teníamos obispos que sabían
caminar con el pueblo teniendo en una mano la Palabra de Dios y en la otra la
mano frágil de los tantos oprimidos de la historia. No se puede olvidar el
ejemplo profético de obispos como Helder Cámara o de la capacidad de encuentro
y escucha de Carlo María Martini. Claramente dos obispos muy diferente entre
ellos, pero que nos han regalado con su servicio un rostro de Iglesia de
caminos compartidos y comprometidos con los más pobres y de acogidas humilde y
sinceras de todas las diversidades.
Ahora estamos conociendo obispos
que no pierden oportunidad para remarcar su autoridad reafirmándose como
sucesores de los apóstoles, olvidándoles que esto, si así fuera, no es un
privilegio, sino una responsabilidad de servicio. No es un lugar de mando, sino
una actitud que tendría que llevarlos a arrodillarse delante de los hombres
para lavarles los pies.
Conocemos obispos que han
olvidado su Biblia sobre el escritorio de su oficina, porque estaría mal que
falte en su biblioteca, pero que caminan teniendo en mano los documentos de la
Iglesia, las encíclicas, las cartas del Papa o, peor el Derecho Canónico. No
hay profecía en sus palabras, sino solo corrección de todo lo que piensan que
no va bien. No estiman o aman su gente, sino la critican siempre. No reconocen
la fe del pueblo, sino no la consideran nunca a la altura. No predican la
Palabra de Dios, sino la moral o los deberes. No anuncian el amor de Dios, sino
acusan el pecado del mundo.
¿A dónde pensamos llegar con
estos líderes con los cuales estamos caminando ahora?
Quien trabaja dentro de la
Iglesia, laico o sacerdote que sea, sabe bien cuantas cosas se tiene que tragar
o callar delante de la afirmación: “Yo soy el obispo e yo decido como se tienen
que hacer las cosas”. Quien intentó decir algo que no coincide con la decisión
de la autoridad sabe cuantas veces de una forma u otra se nos ha pedido de
callar, de no crear problemas, de no hacer cosas que no eran convenientes
(¿convenientes a quien?). En realidad esto no pasa solo con los obispos, pero
tantas veces también con los sacerdotes hacia los laicos. Suficiente ver cuanto
verdaderamente valen los Consejos Pastorales dentro de nuestras parroquias, o
cuantos laicos tienen responsabilidades reales dentro de nuestras instituciones
eclesiales.
Me pregunto si como Iglesia nacemos
desde un anuncio de resurrección que nos dice que la vida es más fuerte de la
muerte o sobre un principio de autoridad de quien piensa de tener la verdad en
sus manos y que pide a los demás de agachar la cabeza, de arrodillarse y de
aceptar la fe y todo lo que conlleva con sumisión.
Quien trabaja dentro de la
Iglesia sabe bien que la palabra de un laico no tiene el mismo valor de lo que
puede decir un sacerdote. Sabemos bien que también si decimos que todos somos
iguales, el pensamiento de la mujer tiene un valor aun más limitado. No creo
decir nada nuevo si digo que hay en nuestra iglesia todavía una cierta sospecha
hacia la mujer. En este sentido nuestra iglesia hermana protestante, en sus
diferentes expresiones, es mucho más adelante de nosotros.
No puedo terminar de esperar y soñar
con una Iglesia que sepa construir caminos de inclusión verdadera.
Sueño con una Iglesia que no haga
diferencia de género, que permita y abra a un liderazgo femenino ordenado.
Sueño con una Iglesia que no haga
diferencia entre puros o impuros, sino que gratuitamente de lo que
gratuitamente Jesús dio.
Sueño con una Iglesia que no siga
hablando del pecado acusándolo, sino que hable del amor revelándolo y
viviéndolo.
Sueño con una Iglesia que no siga
diciendo que somos pecadores, sino que somos pecadores ya perdonados y amados.
Sueño con una Iglesia donde los
más marginalizados no ocupen los últimos asientos y que no los encontremos en
cola a pedir la caridad, sino que sean protagonistas de nuestras realidades
eclesiales.
Sueño con una Iglesia que
comparte vida y Palabra de Dios, no doctrina y mandamientos.
La que vivimos ahora no es la
Iglesia que conocí, y si esperamos que un cambio llegue desde arriba creo que
nos estamos equivocando y perdiendo nuestro tiempo. Solo Dios tuvo la fuerza de
bajar del cielo, pedirles a nuestras autoridades un gesto de humildad y bajar
de sus tronos tal vez es demasiado. Pero si empezamos desde nuestras pequeñas
realidades a empezar a vivir relaciones diferentes y nuevas tal vez algo puede
pasar. Esto no les gustará a las autoridades que a un cierto punto tenemos que
saber escuchar, y a veces hacerle creer que los estamos escuchando.
Emanuele Munafó
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